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Foto del escritorAxel Ancira

México, el cine que nunca ganó un Oscar

Actualizado: 12 feb 2021

En 2015, el cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu, arrasó en la celebración del Oscar, tan solo un año después de que otro mexicano, Alfonso Cuarón, ganara el premio a mejor director. El asunto debe ser visto más allá de todo chauvinismo nacionalista, y sin embargo, es imposible dejar de lado el tema de la nacionalidad, tan imposible que las reacciones xenófobas y racistas en los Estados Unidos no se hicieron esperar. ¿Se trata de una invasión mexicana a las entrañas de Hollywood?

Viene con su eco vanguardista, desde cinco décadas atrás, una de las frases de la teoría del Nuevo Cine Latinoamericano: «¿Por qué nos aplauden?». Es cierto, en esa época nos subimos todos al tren del cine imperfecto y declaramos (aunque algunos como Raúl Ruíz, o los vanguardistas argentinos nunca estuvieron de acuerdo) que nuestro cine debería ser validado por nosotros y por nadie más, que no deberíamos hacer cine para que nos aplaudieran en el extranjero, que esos histéricos críticos no podrían entender nuestra «estética del hambre», nuestro realismo mágico, nuestra encuesta social, nuestra épica. Si ellos en su cine están muertos y enterrados, que al menos nos dejen hacer el nuestro. Es cierto, ni son los setenta, ni Iñárritu ha firmado nunca algún manifiesto del Nuevo Cine Latinoamericano… ni del Nuevo Cine Mexicano. Y sí, Birdman difícilmente nos lleva a la ruta del Hombre nuevo, al menos no por la vía tradicional. Sin embargo, algo no cuadra en la teoría: Birdman no es una película que se pare en los pilares del gusto americano. Es un jab directo al ojo. Después de eso, bienvenido el aplauso, Mr. Oscar.

No obstante, el cine mexicano –en rigor– nunca había ganado un Oscar a mejor película extranjera, a pesar de que desde 1960 ha sido nominado seis veces… u ocho, si consideramos dos coproducciones méxico-españolas: El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) y Biutiful (Alejandro González Iñárritu, 2010).

Más allá del fetiche del premio, hacer un recorrido por las películas nominadas al Oscar nos hace posar la mirada por algunas cintas casi olvidadas. En conjunto, nos presentan un reflejo singular de una parte de la historia del cine nacional. Así, más que un análisis exhaustivo, lo que pretendemos es dibujar algunas líneas que nos permitan contestar esa pregunta «¿Por qué nos aplauden?». Aunque sea ese aplauso intermedio. Reconocimiento incompleto a cinematografías que como la brasileña y la cubana, nunca han ganado un Oscar, a pesar de haber brillado con luz propia.

La relación de México con los premios Oscar es tan antigua como el premio mismo, y esto, como veremos, no es un abuso de la metáfora. Aunque la lista de nominaciones a actores (y en cuestiones técnicas) es larga, podemos considerar que es Macario (1960), de Roberto Gavaldón, la primera película en representar al cine mexicano para el máximo trofeo cinematográfico de Estados Unidos, en una categoría estelar.

No podemos adivinar qué fue lo que la Academia rescató de este filme para considerarlo «oscareable», lo que es evidente, a simple vista, es que presenta muchos elementos que fácilmente identifican a la cultura mexicana y que fueron ya avistados por Eisenstein en Qué viva México, filmada treinta años atrás, en 1931: el sentido religioso popular del día de muertos es, sin duda, la ceremonia que amalgama el sincretismo entre el mundo cristiano y el prehispánico en México.

A pesar del tema del «hambre», muy lejos se encuentra Macario, pese a la similitud de temáticas, de representar lo que Glauber propone en su Estética del hambre, pues a diferencia de lo declarado por el brasileño, la película de Gavaldón sí hace concesiones a los públicos extranjeros, y les brinda una interpretación de lo mexicano revestida de cierto folclorismo, que en su época fue vista como una estetización de la miseria, carente de toda crítica social.

Solo un año después, el cineasta más triunfador del cine mexicano llegaba a la antesala del Oscar por Ánimas Trujano. Era 1961 cuando Ismael Rodríguez, director de fama nacional e internacional por su mancuerna con el actor-cantante Pedro Infante, se reinventaba nuevamente, esta vez, en un filme que abordara, en un tono realista y profundo, la crisis identitaria de Ánimas, un zapoteca con complejo de inferioridad.

Ánimas Trujano coincide con un momento de la cinematografía latinoamericana en el cual varios países buscaban un cine más expresivo, con personajes principales cuya psicología recurre más a las zonas grises y un menor maniqueísmo. Este cine es un inmediato antecedente del Nuevo Cine Latinoamericano, en donde las preocupaciones de lo político no podían ya ser obviadas.

Quizá hubiera sido más honesto y representativo para la carrera de Ismael Rodríguez haber sido nominado por alguna de esas películas que marcaron el imaginario de México ante el extranjero y, en especial, cuando el mercado latinoamericano era dominado por el Cine de Oro. Su Ánimas Trujano, filme brillante solo en sus tesituras, y que Rodríguez se arrepintió de no haber filmado en color, para «hacer más dinero», fue finalmente derrotado por Como en un espejo, de Ingmar Bergman, quien se llevara el Oscar por segundo año consecutivo.

Al año siguiente, la racha llevaría al cine mexicano a una tercera nominación. Se trataba de Tlayucan, de Luis Alcoriza, un español exiliado por la Guerra Civil Española que había llegado a México para de inmediato ingresar a las filas del cine nacional.

Tlayucan es una película ligera y ágil, que trastoca muchos principios ideológicos de la época. Los protagonistas no son víctimas de una tragedia infalible, sino que sus decisiones van moldeando la historia. Además tiene grandes momentos simbólicos, por ejemplo, una pelea de ciegos, en donde este filme liviano se vuelve por un momento naturalista. Lo mismo sucede al ver a un grupo de rancheros buscando durante días, en el excremento de los cerdos, una joya robada. Aunque, en este caso, el simbolismo es sutil, nunca pretencioso… como sí ocurre con Ánimas Trujano.

Tlayucan no ganó el Oscar. De haberlo hecho hubiera sido una bofetada para el propio público norteamericano, pues los extranjeros aparecen en el filme, siempre ridiculizados, como entes vacíos dedicados a turistear. Aquí se avizora una forma de representar al extranjero yanqui, que llevará a una abierta crítica años más tarde con La sangre del cóndor (Jorge Sanjinés, 1969).

Pasaron más de diez años para que una película mexicana fuera nominada al Oscar nuevamente, esta vez en un contexto distinto. Sin embargo, como en los casos anteriores, se trata de una cinta casi olvidada en la historia del cine nacional, pese a haber sido considerada en Cannes y en los premios Oscar, quizá por el «pecado» de ser realizada por un exiliado, con un tema que es «aparentemente» no mexicano.

Es Actas de Marusia (1975), de Miguel Littín, un filme que hace una apuesta, quizá demasiado arriesgada, por lo connotativo, a nivel formal e ideológico. En su materialidad en cuanto película, destaca por imponer un ritmo pausado, pero no solemne. La cámara no solo busca espectacularidad de las tomas, sino que verdaderamente se vuelve un elemento importante para describir, diciendo mucho y sin mediar palabras, quiénes son y cómo se comportan los pobladores de Marusia. El sonido, al mismo tiempo, resulta uno de sus principales características expresionistas, pues Littín utiliza los diálogos de Gregorio (Gian María Volonté) de una forma poco transparente, como si se tratara de una reflexión interna, más que de un diálogo en el presente de la película.

Actas de Marusia representa una pieza clave de la cinematografía nacional, ya que junto a El recurso del método y La viuda de Montiel, conforman la trilogía de películas realizadas por Littín en territorio nacional.

Actas de Marusia no consiguió el Oscar en 1976; este fue finalmente otorgado a Dersu Uzala del celebérrimo Akira Kurosawa.

México no volvió a tener una nominación al Oscar en veinticuatro años. Cuando regresó a los óscares fue por Amores Perros (1999), de Alejandro González Iñárritu; película que implicó un antes y un después en la historia del cine mexicano, no tanto por marcar una tendencia en la forma de hacer cine, sino por constatar que un filme podía ser atractivo, profundo y, al mismo tiempo, popular. Baste decir que fue la película que lanzó a la fama a Gael García, ahora acaso el actor mexicano con mayor despliegue internacional. Amores Perros resultó un gran acierto en todos los niveles: creó una historia que identificó a una generación, levantó la polémica necesaria para que fuera un hecho contestatario verla, se acompañó de una excelente campaña publicitaria, y –por si fuera poco–se hizo de una banda sonora magistral, creada por Gustavo Santaolalla. Sin embargo, su principal virtud es que, pese a las expresiones demasiado localistas, retoma muchos de los grandes temas comunes a la América Latina: la marginación social, la precarización del trabajo, la desintegración de los vínculos familiares, el fracaso de un modelo económico. Una mirada superficial nos llevaría a pensar, a partir de los recursos estilísticos, que se trata de una pieza que abduce la ideología posmoderna; mas no debemos confundir lo fragmentario con la fragmentariedad del sentido. Ampliando el campo de visión, podemos percibir que Amores Perros sí tiene una perspectiva crítica, lo que la posiciona éticamente en una modernidad que constituye una dialéctica entre mundo real y mundo posible. Así, la des­-utopización del México contemporáneo no es pasiva, su símbolo es un espacio en donde la violencia despliega una serie de dolores, perceptibles en la háptica de la pantalla de Amores perros. Este filme compitió por los premios Oscar en el año 2000. Pero el triunfo para González Iñárritu llegaría, de manera arrasadora, quince años después.

La última nominación para el cine mexicano, (independientemente de las coproducciones) la obtuvo con la película de Carlos Carrera, El crimen del padre Amaro, en 2002. El tema de la película es el papel de la Iglesia Católica en el México contemporáneo: sus relaciones con el narcotráfico y las narcolimosnas, su control de la prensa y la hipocresía frente al voto de castidad. También, de manera velada, es una alegoría de la relación de una parte de la Iglesia frente a la insurrección.

El crimen del padre Amaro acierta en algunos elementos, como el de la elección de un tema para cimbrar a la sociedad mexicana en uno de los ámbitos en los que más tabúes tenía, y quizá aún tiene; pero fracasa en la forma, y adolece quizá de un pecado similar al de los predicadores más obtusos: suponer que el público mexicano necesita una película maniquea para entender el mensaje. Lo peor es la ambigüedad del personaje principal, que lejos de mostrar una complejidad humana, termina por parecer un sujeto plano, rudimentario, títere de sus circunstancias. Carlos Carrera no ganaría el Oscar por esta polémica cinta.





Las invasiones bárbaras. Birdman sobrevuela Hollywood

En 2015 se dio un hecho inédito en la historia de los premios Oscar. Por primera vez, dos mexicanos ganaban sucedáneamente el Oscar a mejor director: Alfonso Cuarón, por Gravity, en 2014, y Alejandro González Iñárritu por Birdman.

Birdman ganó el Oscar compitiendo como película «local» o de habla inglesa, y no extranjera, pero no podemos desprender la existencia de la obra como texto independiente, de la preocupación temática que Iñárritu ha desarrollado en su carrera. Iñárritu, en tanto autor-real, pondera sus temas también como autor transterrado. Habla desde su posición de tránsito entre dos universos cinematográficos y podemos caracterizar esta ecuación como oposición en la dicotomía centro-periferia.

Esta postura deriva en un reconocimiento tácito de un aparato ideológico que subyace al filme de Birdman. Curiosamente, los Oscar funcionan muchas veces por ciclos, en donde se reconoce el trabajo de varias personas, pertenecientes a una misma comunidad: judíos, negros, hispanos o en este caso mexicanos. Es en ese apartado que podemos advertir una tendencia, está claro ya, no hacia el cine mexicano, sino hacia la comunidad mexicana que trabaja en el cine norteamericano, a partir de dos premios a mejor película. Los ganadores Alfonso Cuarón y González Iñárritu, trabajan con el mismo director de fotografía: Emanuel Lubezki, por lo que cabe hacernos una pregunta de hipótesis: ¿Hay una conciencia, un cierto modo de transmitir experiencia, una estética, una creación colectiva de un autor implícito, con alma mexicana, que ha entrado –al menos momentáneamente– a las entrañas de la producción norteamericana?

Sobrarán los artículos de la crítica especializada dedicados a analizar el magnífico plano secuencia en 3d que abre Gravity o la decisión de utilizar este tipo de plano como sello en Birdman. Igualmente ocurrirá con las espléndidas interpretaciones y los originales guiones: uno, el de Gravity, minimalista entre lo infinito; otro, el de Birdman, hiperbólico en lo ínfimo. Pero ambos, una cachetada con guante blanco al cine de índole puramente comercial, lo que implica que los dos directores siguen apostando por un cine de autor. Y gracias a la fama y prestigio de Iñárritu y Cuarón, cuentan con altos presupuestos, tecnología, actores, y lo más importante, una sana comunión con el público. Al público mexicano poco le importa que un director filme con fondos de empresarios mexicanos, del Estado o de alguien más. Quizá lo que sí le importa es la identificación. El que un semejante diga algo que probablemente hubiera querido decir él mismo. ¿Son Gravity y Birdman películas que le digan algo al público mexicano? Sin duda, el público menos exigente –en México y en casi cualquier país– quizá salga decepcionado: no se trata de películas con recursos narrativos fáciles de entender. No obstante, si en Estados Unidos existen más de 30 millones de mexicanos, es obvio que los mexicanos y aún más, los migrantes de origen latino, ocupan en algún porcentaje todas las profesiones posibles: hay músicos, jardineros, obreros, chefs, astronautas, directores de teatro y –está claro– cineastas. En más de una ocasión, Iñárritu ha señalado que no le interesa la nacionalidad, pues el cine no es como un deporte, en el que se represente a un país. Pero tanto Iñárritu como Cuarón saben que su nombre se ha forjado en México y que su éxito e identificación se deben, en mucho, al cine hecho intrafronteras, en donde hemos podido reconocer un estilo autoral. Es decir, sus películas gozan de distribución en México por el simple hecho de que ellos son mexicanos. Al mismo tiempo, Iñárritu ha señalado que los cineastas mexicanos en Estados Unidos, no son más que unos clasemedieros, persiguiendo un sueño. Esta declaración, acaso común y corriente, nos sirve para advertir que hay una conciencia clasemediera, un cúmulo de intereses, problemáticas y cosmovisiones que parten de una posición de clase (media), cuya posibilidad de expresión ha encontrado asidero y posibilidad de realización (y exposición) del otro lado del Río Bravo.

Quizá el plano secuencia es la forma más objetiva de abordar una acción: se trata de un recurso en el que el tiempo no se distiende ni se comprime, por lo que la elección de Iñárritu‑Lubezki de hacer la mayor parte de la película en lo que aparenta ser un solo plano, no puede más que ser una perfecta paradoja cinematográfica de un filme que se pregunta de manera continua sobre qué es la Realidad. Al decir esto, podría parecer que Birdman se posiciona en un cómodo relativismo, que presenta personajes diversos, cuyas distintas metas nos llevan a cuestionarnos: ¿cuál es el sentido de las acciones en la vida? Por el contrario, fuera de las diatribas de los personajes, el tema de la película es claramente una crítica sobre la actualidad del mundo del cine y sus públicos.

La anécdota principal es conocida: Riggan (Michael Keaton) es una exestrella de cine que décadas atrás representó a Birdman y fue una celebridad, detrás de la máscara. Al paso de los años, busca cambiar su legado e incursionar en lo que él considera que es un arte más profundo: el teatro. Para ello adapta, dirige y protagoniza una obra, basada en un cuento de Raymond Carver. La obra, no obstante, parece condenada al fracaso por las múltiples vicisitudes que ocurren en los días de preestreno, en donde los ensayos generales sufren toda clase de accidentes y boicots. Claro, todo esto, mientras Riggan es acosado de manera sistemática por Birdman: su conciencia nostálgica de su pasado de actor, de súper héroe, que también le confiere poderes sobrenaturales –reales o no– pero bien visibles para los espectadores del filme. Hay, al menos, tres dimensiones de Realidad claramente reconocibles: el mundo del «arte» en el que desea entrar Riggan para consagrarse; la historia de teatro que aparece como la realidad del actor Mike Shiner (Edward Norton), quien solo puede sentir plenamente si está viviendo un personaje; y la Realidad de Birdman que es contrastante con la de Riggan, pues parte de la existencia de lo sobrenatural, pero también de la ponderación del ego –basado en fórmulas clásicas de poder– que exige manifestarse en el cine espectacular y de masas. Por si esto fuera poco, está también la perspectiva de Sam (Emma Stone) quien trata de centrarse en la realidad después de haber abandonado las drogas y que es un fuerte contrapeso de Riggan, al señalarle que su pretensión de ser famoso como artista, es tan artificial como la de serlo como celebridad de filmes comerciales. Y además tenemos el nivel de realidad en el juego de cajas chinas de la representación: la obra como objeto de análisis, en cuanto un mismo momento tiene diferentes lecturas e interpretaciones, según la intención y el instante en que es representada; la historia de Riggan-Birdman, en la oposición mundo externo y mundo interno; y la diégesis del propio filme que evidencia su carácter de historia manipulada, cuando «vemos tras el atrezzo» un baterista tocando la pieza que nos musicaliza la escena.

¿Y esta porosidad de sentidos no es la declaración del triunfo de la posmodernidad, del fin de la utopía, del goce como principio y fin? No lo es. Por el contrario, el filme tiene una base ética y moral bastante clara y es una tesis que se desarrolla en la propia historia: Birdman debe morir. Esto es: Riggan se rehúsa a ser el cómplice de un cine autocomplaciente que es incapaz de expresar la complejidad de los sentimientos humanos. En el mundo de la aplicación de celular, de los mensajes de 140 caracteres, de los videos virales, no parece haber lugar más que para el absurdo. Iñárritu hace una crítica feroz del público, aquel que ha vuelto a ver cine para adolescentes, pues no le interesa nada más que las fantasías bien obtusas.

Pero Birdman es también un filme que se burla de las pretensiones artísticas, más centradas en la sublimación del ego, la superación de los miedos personales y la valoración absurda de críticos arrogantes convertidos en una pedante inquisición.

Si el cine más valioso es aquel que nos muestra la estructura de un problema, más que darnos una solución, Birdman es un brillante ejemplo de ello. Tal como ese final, en el que los más fantasiosos lo ven volar, y los más realistas lo imaginarán muerto en el suelo, Birdman, mediante su humor negro, hace una crítica feroz de los públicos de la sociedad contemporánea. Los interpela directamente, como públicos cobardes, acomodaticios, supinos, que se dejan llevar por efectos rimbombantes e historias predecibles. Lo hace mediante la aparición física de la conciencia de Riggan (Birdman, el personaje) que le habla directamente a la cámara, diciendo que al público no le gusta el cine filosófico y lleno de habladurías. Así, se refiere en principio al público de Birdman, burlándose de sí mismo. Pero la crítica se extiende al público de la élite del teatro de Broadway, quien solo se ve complacido ante la expresión morbosa de un (casi) suicidio en escena.

Volvemos al inicio de este artículo: ¿Por qué nos aplauden?, ¿quiénes nos aplauden? ¿Son críticos como Tabitha Dickinson, la crítica que amenaza con destruir la obra de Riggan, sin siquiera haberla visto? ¿Son los públicos snobs de los epicentros del mercado del «arte»? ¿Son las academias del cine, que basan su éxito en la reproducción de los valores y estética que más les conviene reproducir, como difusión de su hegemonía?

Iñárritu comunica a través de la forma de una película técnicamente perfecta. Su película, en el fondo, no es más que la historia de su relación con el mundo del cine; una crítica a las estructuras del cine y el teatro industrial. Utiliza a sus autores, (Norton, Keaton, Watts) para mostrar la decadencia y angustia que puede vivirse en el interior de esos mundos, para quitar el falso glamour… Y sí, a Iñárritu le aplaudieron en serio en los Oscar, pero el mejor premio será que quien no logró el aplauso, recuerde que vale más apostarle a un cine que hable desde las más profundas convicciones. En otras palabras: es mejor salir volando por la ventana, que, en nombre del arte, terminar volándonos la cabeza… para deleite de otros.

*Artículo originalmente publicado en la revista Cine Cubano, número 196, (diciembre de 2015).

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